La vida de Isa Solà es de las que merece que alguien la
refleje en un libro, para que quede constancia de una trayectoria personal
dedicada a ayudar a quienes más lo necesitan. Cierto es que la inmensa mayoría
de las personas que dedican su vida a ese fin prefieren pasar desapercibidas.
Huyen del protagonismo y optan por la discreción y el trabajo persistente,
cotidiano, práctico. Pero también es cierto que se agradece que caigan en
nuestras manos biografías como la de esta misionera de la orden de las
religiosas de Jesús-María.
Mey Zamora, compañera de Isa Solá en el colegio San
Gervasio de Barcelona, reconstruye en “Lo que no se da se pierde” los 51 años
de vida de su amiga en base a una enorme cantidad de testimonios que reflejan
una labor tan completa como entusiasta. Gracias a las casi trescientas páginas
de esta biografía podemos adentrarnos en la personalidad de una mujer nacida en
una buena familia, algo díscola y que optó por renunciar a las comodidades que
su origen le reservaba para entregarse a la causa de la ayuda a los más
necesitados sea en España, Guinea Ecuatorial o Haití, país, este último, en el
que murió, asesinada el 2 de septiembre de 2016.
Pese al descenso de vocaciones religiosas en nuestro
país, sigue habiendo muchas Isa Solà repartidas por el mundo. Leer sus
peripecias en los diferentes destinos que le tocaron como misionera nos hace
conocerla mejor pero también imaginar cómo es la vida de otras tantas que, como
ella, la han invertido en atender a los necesitados del primer o el tercer
mundo.
La autora del libro nos contagia la frustración de Isa
Solá cuando tiene que enfrentarse con la corrupción en Guinea Ecuatorial o al
dolor por el brutal terremoto que sacudió Haití el 12 de enero de 2010. Pero
también nos ofrece su ilusión por enfrentarse a ello y esforzarse en beneficiar
con su labor tanto a quienes viven en la miseria en esos países como a los que
han perdido extremidades por la sacudida del suelo haitiano.
Isa Solá se atrevió con todo. Igual levantaba una escuela
que ponía en marcha una sala de atención odontológica como un taller para
implantar prótesis. Cuando una bala segó su vida en la cercanía del banco al
que había ido a sacar dinero, dejó tras de sí una multitud de almas agradecidas
por su labor y entrega.
Todo apunta que el móvil de su muerte fue el robo, algo
habitual en un país donde la violencia campa a sus anchas como es Haití. Como
nos explica Mey Zamora, Isa Solá había compartido su temor por el riesgo para
su vida que suponía moverse sin protección por Puerto Príncipe, la capital
haitiana. Probablemente nunca se sepa quién era aquel hombre robusto, protegida
su identidad con un casco de motorista, que le disparó dos veces mientras ella
estaba al volante de su modesto vehículo.
Si quieren saber cómo se vive en Guinea Ecuatorial y
Haití no se pierdan este retrato de Isa Solá, la enfermera, maestra y misionera
que dejó escrito: “Espero irme haciendo, al menos, lo que amaba hacer,
entregando mi vida, amando a mi gente, sirviendo”. Así fue. Ahora restaría que
el ayuntamiento de Barcelona bautice con su nombre una calle en la ciudad que
la vio nacer. Aunque ella seguramente pondría reparos a ello, a muchos nos
gustaría vivir en una calle que, como muchos han reclamado en una recogida de
firmas ciudadana, llevase el nombre de Isa Solá.
Siscu Baiges
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